Después de dos años postrado en la cama y enganchado a una vía y a otros aparatos más específicos que le controlaban su corazón y su cerebro, Rafael entre abrió los ojos. Estaba en un lugar desconocido con las paredes de un blanco inmaculado, un silencio de ultratumba le rodeaba, intentó moverse y no conseguía ni levantar un dedo. Estoy muerto, pensó, sin embargo por las ventanas y a través de las persianas se colaba un poco de luz. Desorientado volvió a cerrar los ojos.
Como
todas las tardes escuchaba una voz dulce
que durante mucho tiempo le hablaba sin parar, aunque no entendía nada de lo
que le decía. Por ello creyó que estaba en otra dimensión desconocida. Debía de
estar muerto, pues no sentía ninguna emoción, ni siquiera un poco de dolor al
levantar los dedos, bueno eso de levantar era un decir, todo esfuerzo se
quedaba en un intento.
Cada
día la joven enfermera al finalizar su jornada y una vez de cambiarse el
uniforme daba una última visita a Rafael, se dio cuenta que nadie le visitaba
ni preguntaba por él.
Un
sentimiento de profundo cariño comenzó a nacer en ella, quizás le recordaba al
abuelo que nunca conoció, por ello comenzó a leerle en voz baja y al
terminar le acariciaba el rostro como
transmitiéndole calor y ternura.
Se
preguntaba si sentiría algo, o su cerebro vegetaba al igual que todo su cuerpo,
todos sus sentidos estaban atrofiados o cansados de una vida llena de traumas
que se negaban a seguir resistiendo más sufrimiento.
El
amanecer de hoy era especial Adela cumplía veinticinco años, los regalos
esperaban escondidos en el cuarto de sus padres, a la tarde seguro tendría su
fiesta sorpresa como cada año desde que puede recordar.
Sentía
no poder quedarse tanto tiempo con el anciano, en realidad no sabía su nombre
solo su aspecto físico le daba la pista que era de otro país, con sus ojos
rasgados a penas perceptibles por lo pequeñísimos que eran.
Él
también tendría su cumpleaños. Entró en una juguetería y compró el peluche más
tierno que pudo hallar.
Si
no se daba prisa llegaría tarde a su fiesta. Entró como un torbellino en casa y
fue directa a su habitación. Se arregló y respiró profundamente, había que
hacerse la sorprendida al igual que todos los años, éste jueguecito comenzaba a
hastiarle, se sentía demasiado mayor para seguir con ello.
Entre
música, confetis y serpentinas ella era la niña de papá, cansada del bullicio y
mientras los demás comían y bebían, sigilosamente cogió el muñeco musical y se
marchó a toda velocidad a ver al anciano.
Le
habló con su dulzura acostumbrada con el resultado de siempre, le dió al botón
de la música y ésta sonaba dulcemente,
le acarició a la vez que levantaba la sábana y le colocaba entre sus manos el
peluche, lo tapó con delicadeza y se fue.
Al
día siguiente cuando entró en la habitación el anciano la recibió con una
sonrisa en los ojos, por primera vez vio en ellos un brillo especial.
La
música obró el milagro, pensó ella. El abuelo le indicaba que hiciera sonar al
peluche y solícita lo puso en marcha, la música de Bach le había devuelto los
sentidos perdidos.
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