jueves, 29 de octubre de 2020

AL SERVICIO DEL TEMPLO


 Unos fuertes golpes hicieron retumbar las paredes de la casa, Livia la mayor con apenas nueve años corrió a esconderse dentro del arca de los vestidos.

Sonaron de nuevos los atronadores golpes ella temblaba entre los ropajes, nadie abrió y volvió la calma.

Claudia la llamaba alborozada: ¡LIVIA, LIVIA!

Salió de su escondite  corrió para hacerla callar, la tapó la boca y en voz queda le contó lo sucedido. Ambas sabían lo que significaba.

Desde muy pequeñas todos alabaron su belleza, ahora la maldecía. Debían urdir un plan para huir, pronto volverían a por una de ellas.

Sigilosas prepararon unas pocas cosas se agarraron de las manos y huyeron hacia el puerto de Ostia.

Apenas habían salido de la ciudad cuando un familiar las encontró se las llevó a casa.

Sus padres enfadados les dijeron que había que cumplir las leyes les gustaran o no, a ellos les dolía tener que separarse de cualquiera de ellas.

Al día siguiente los golpes se repitieron  con más fuerza pero esta vez la puerta se abrió de par en par, en el umbral aparecieron un par de hombres altos y fornidos que observaron a las dos pequeñas minuciosamente, después de unos segundos se llevaron a Claudia.

De nada sirvieron los gritos de Livia: Soy la mayor me toca a mí. Su llanto no tenía consuelo. El padre cerró la puerta mientras la adentraba en la casa junto a la madre. Claudia ya se hallaba en las dependencias del templo para su iniciación, en primer lugar le cortaron su hermosa y larga cabellera castaña, después la colgaron de un árbol en señal de pertenencia  al templo.

Una vez superado el trance, le esperaban diez años de largo aprendizaje sin salir del recinto. Transcurrido ese tiempo se convertía en sacerdotisa de la diosa Vesta. Entonces y solo entonces sería una bella vestal,  de elegantes vestimentas y su cabeza cubierta con un hermoso y largo velo. En sus manos una llama siempre encendida.

Mantener encendido el fuego de la diosa era su deber primordial. Sus ceremonias  eran secretas.

Habían pasado diez años Claudia junto con sus compañeras iban a ser consagradas sacerdotisas en una gran ceremonia, a la cual asistirían las mujeres de sus familias.

La procesión comenzaba con unas grandes luminarias, portadas por las sacerdotisas más antiguas  que cubiertas con túnicas y capuchas  ocultaban su rostro.

Los tambores marcaban el paso hacia el templo, mientras las jóvenes iniciadas bailaban a los pies del altar de Vesta.

Al entrar en el recinto las vestales  cerraban la procesión, entonces los asistentes se dispersaban. A partir de ese instante no volverían a mantener ningún contacto con ellas.

Era un privilegio servir en el templo, solo ellas eran sacerdotisas pues en los demás templos estaban reservados a los  hombres.

Tendrían que pasar veinte años para que Claudia quedara libre del servicio. Entonces se hallaría ante la disyuntiva de permanecer en el recinto o casarse. ¿Porqué opción se decantaría?...

 

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lunes, 19 de octubre de 2020

SANGRE CALIENTE, CORAZÓN FRÍO

Después de diez años de matrimonio Sara sentía que su soledad cada vez era más angustiosa, la monotonía se había apoderado de su hogar, lo que en un principio fue un mundo lleno de amor e ilusión por construir una vida juntos, se tornó costumbre e indiferencia.

Ninguno de los dos quería exponer el problema, pues ambos intuían que todo estaba roto, era muy difícil comenzar de nuevo con la economía a medio gas. Así que dejaron pasar el tiempo como dos extraños bajo el mismo techo.

El mundo continúa aunque uno se pare, y les sucedió, cosa normal que la enfermedad se cebara con él, una de esas que su solo nombre suena a sentencia de muerte. Sara no estaba dispuesta a dejarse la piel en una lucha que de antemano sabía perdida, solo acudía un par de horas por la tarde al hospital cuando Luis estaba consciente, ya que se encontraba sedado la mayor parte del tiempo.

Estaba en casa recogiendo las pertenencias de él, cuando el timbre del teléfono la sacó de sus lúgubres pensamientos. Por fin llegó la noticia que tanto esperaba, respiró profundamente y como si un gran peso se le cayera a los pies sintió la ansiada liberación.

Ese fin de semana se arregló como en años, la ilusión volvió a brillar en sus ojos y la inquietud de adolescente recorrió su cuerpo. ¿Cuánto hacía que no salía a bailar? ¡Buff! ni se acordaba, pero esa noche iba a ser especial, sería la primera noche del resto de su vida, una vida que construiría a su capricho.

Bailaba con desenfreno, el sudor bañaba su frente, un hombre le ofreció una bebida que agotó sin respirar. Al terminar, fue a entregarle el envase, entonces reconoció a Enrique, su antiguo compañero de instituto.

A partir de ese momento sus encuentros se hicieron más continuos, y Sara creyó que era hora de dar un paso adelante, entonces le propuso ir a vivir juntos a lo que Enrique se negó, le decía que se así estaban bien y no necesitaban más. Ella sabía que su insistencia haría fracasar la relación más o menos consolidada. Así continuaron varios años más, sin embargo, Sara no asimilaba el paso del tiempo, cada vez que se miraba al espejo la imagen que éste le devolvía no coincidía con la que ella tenía de sí misma.

El miedo a que Enrique la dejara,  la angustiaba al punto de pensar en un embarazo, seguro que eso le empujaría a formalizar de forma definitiva su relación.

Sin embargo después de recibir la noticia, Sara no obtuvo la respuesta que esperaba, muy al contrario, Enrique zanjó la relación, se comprometió a cuidar del bebé y correr con los gastos desde ese momento.

Ella todavía albergaba la esperanza que  él le cambiase de opinión al tener al niño entre sus brazos. De vez en cuando Enrique se acercaba a visitar a Sara durante el embarazo, por fin llegó el bebé y él se apresuró a comprar todo lo necesario para acogerle en su hogar.

Una vez instalados, Enrique dejó de acudir diariamente a visitarlos, Sara no podía comprender que una vez en casa él no volviese a verlos.

Mientras se recuperaba, su mente cavilaba sin parar, comenzó a obsesionarse con una mujer que desconocía, seguro que está con otra, se repetía sin cesar.

Le llamaba por teléfono un día sí y otro también, hasta que recibió un ultimátum, o dejaba de molestar o recortaría el presupuesto.

La ira se apoderó de ella y el llanto del bebé le agregó la furia que la desquició, con el niño entre los brazos al ver que no se callaba lo arrojó contra la cuna, con la desgracia de golpearlo contra la madera de los barrotes.

Como el bebé no llora se acerca a verlo, no se movía, angustiada llamó al padre, le contó lo sucedido y Enrique fue en seguida. Lo llevó al hospital con la mala suerte de que ya era tarde, había muerto.

A partir de ese macabro instante dejó de haber contacto entre ellos, pero Sara no estaba dispuesta a rendirse. Los celos la carcomían hasta el infinito, una vez incorporada a su puesto de trabajo en el restaurante, la casualidad se alió con ella.

Enrique entró en el restaurante acompañado de una mujer bastante más joven, compañera de oficina, según le dijo,  mientras comían las risas brotaban sin cesar, se notaba que había una fuerte conexión entre ellos.

A Sara esto le confirmaba sus sospechas, cuando se marcharon ella salió también a ver el coche para poder controlar a la joven. Nada le impediría  estar con él.

 


                                             

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CIPRESES Y ROSAS

El viento soplaba con una furia inusitada, las hojas  de los árboles caían una tras otra,  los paseos quedaban tapizados cual tejido mullido, unas flores todavía colgaban del arbusto en recuerdo de un tiempo mejor. Los pájaros con sus trinos se despedían de lo que hasta entonces fuese su cobijo en las  tardes de verano.

Una música suave y melancólica sonaba lejana, todos los indicadores de la llegada de un otoño frío y desangelado se mostraban al unísono.

Anochecía ese día el cementerio tenía una inquilina más, el aire susurraba y  el sonar unas notas lúgubres era la señal para comenzar la fiesta.

El cementerio estaba rodeado por los cipreses más altos que podía recordar, esos sí eran una escalera hacia el infinito, entre árbol y árbol se erguían orgullosas las rosas más variadas de color y forma, las lápidas marmóreas y los pocos mausoleos pero inmensamente bellos, transformaban el lugar en un santuario de paz.

La noche se cierne en el camposanto la luz de la luna se refleja en el mármol blanco, de un blanco inmaculado, el murmullo de los pájaros se adormece y la media noche se abre a un nuevo espectáculo.

El viento eleva las hojas en forma de remolinos, sombras y nieblas se entremezclan, una danza de espíritus comienza,  la fiesta a la recién llegada ha empezado, está desorientada en la nueva dimensión que la traído el viaje.

Todos tiran de sus brazos, se deja arrastrar, siente miedo o más bien terror ante semejante despliegue de cuerpos traslúcidos. Bailan, saltan, corren por el recinto, los rosales se desprenden de su perfumada vestimenta, los cipreses se balancean a un ritmo frenético, como si alguien trepara hasta la copa para ascender al firmamento.

Los habitantes de la pequeña ciudad saben desde antiguo,  que cuando una persona expira para emprender el largo viaje hacia el más allá, no deben  acercarse por allí a partir de las doce de la noche, ni siquiera en las proximidades, pues el encuentro con la niebla desemboca en un fatal desenlace.

Sin embargo en primavera y verano acudían a visitarlo con frecuencia para mantener su hermosura y hablar con sus difuntos. Costumbre ancestral que estaba tan arraigada en su interior que olvidarla resultaría harto improbable.

La noche avanza y los espíritus siguen su danza macabra, la nueva inquilina sigue completamente aturdida y desorientada, continúan corriendo y saltando entre las tumbas, la llevan de un lado a otro, la arrastran por el suelo, solo se oye el roce de las hojas mecidas por el viento, la neblina se debilita hasta  disiparse por completo, y antes que el primer rayo de la aurora se refleje en las lápidas todo vuelve a la normalidad.

Ellos descansan tranquilos hasta la llegada de un nuevo inquilino que les despierte para iniciar su fiesta de bienvenida, o la lucha entre ángeles y demonios por cobrar una pieza más.

 

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sábado, 17 de octubre de 2020

GATOS PARDOS EN LA EXPLANADA

 Nuestros largos paseos a altas horas de la madrugada, descalzos por la playa con el agua lamiendo nuestros pies y hundidos en la arena todavía caliente, los cuerpos refrescados por la brisa es momento de confidencias, risas y de emociones a flor de piel.

Ensoñaciones bajo el influjo de la luna en el mar, espejo del firmamento, reflejo de los veleros que navegan hacia el horizonte.

Son instantes deliciosos que embriagan las almas y relajan los cuerpos, sentimientos que transmitir y la liberación de los sentidos…

Cuando el sol irrumpe en un estallido de fuego, esa misma playa se torna bulliciosa, variopinta y una enjambre de gente no dejan un ápice de arena. No queda  un resquicio de agua donde tonificar la piel, sin que una pelota te golpee o una persona te roce, y te asustas pensando que es una medusa.

Al atardecer se marchan como en una larga procesión de hormigas, cargadas con los bártulos hacia las paradas de los autobuses.

Son las mismas personas que luego llenan la Explanada arriba y abajo, de vez en cuando se sientan a degustar algún refresco, una rica horchata o una copa de helado.

Otras damos una vuelta observando a un grupo de músicos, y alguna pareja baila. Puestos de baratijas a precios no tan baratos. Todo se compra y se vende como en un mercado persa.

Pintores desconocidos ofrecen sus cuadros imitación de Sorolla a precios asequibles. Un poco más lejos algún que otro dibujante hace caricaturas. Mujeres africanas  escondidas  tras una palmera trenzan cabellos.

La guardia urbana de vez en cuando les pide los papeles, pero nadie huye, hacen la vista gorda mientras el orden impere, en éste mercado se trata de sobrevivir.

Así un día tras otro llegan gentes de todos los países,  una mezcolanza de idiomas cual torre de Babel. Nosotros vamos y venimos a lo largo de las innumerables playas o de los pueblos de las cercanas montañas.

Los  mayores que se quedan ocupan las sillas del paseo con distracción asegurada. Los demás aguantamos el pegajoso calor que este año viene con oleadas insufribles.

En las madrugadas insomnes aprovechamos la soledad de la playa y bajamos a dialogar con el mar.

 

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lunes, 5 de octubre de 2020

LAS LLAVES DEL TIEMPO

 


     Salí a toda prisa, no me daba tiempo a llegar a la parada del autobús, mi respiración entrecortada y rápida, hacía que mi velocidad se aminorara y el nerviosismo se apoderaba de mí.

    La luz de las farolas iluminaba las calles desiertas, la fina lluvia comenzaba a caer.  Con las gotas de sudor resbalando por mi frente, al fin mi carrera terminó y el autobús no había pasado.

    Una espesa niebla impedía ver a diez metros, ninguno de los habituales aparecía, los minutos pasaban y por fin llegó, moví la mano para que se detuviese y al intentar caminar algo fantasmagórico me envolvía.
    El conductor siguió como si nadie hubiese en la parada ¿me habría vuelto invisible? Iba de un lado a otro de la marquesina buscando un resquicio por donde salir  de aquella pesadilla, por más vueltas que daba no hallaba la salida.

    No podía rendirme ¿pero cómo luchar ante lo desconocido? De pronto se aproximó un autobús un poco extraño o al menos, me lo parecía. No tuve que levantar la mano el conductor se detuvo abrió la puerta y subí. Busqué la máquina para pasar la tarjeta, no la hallé entonces miré alrededor;  todo era extraño, las personas iban ataviadas con vestiduras de épocas lejanas, la que desentonaba era yo, aquello era una mezcolanza histórica.

   Continuó la marcha y al mirar por la ventanilla no reconocía el paisaje, las casas habían desaparecido, en su lugar estaba ocupado por los árboles y la fauna más extraña que podía imaginar.

    Se escuchaba un blandir de espadas, la gente corría asustada y hablaba en un lenguaje que a duras penas comprendía,  asombrada me vi como si en un espejo me reflejara, vestida con  lujosos y largos ropajes.
   Unas damas  me atendían solícitas, me acompañaba una guardia de protección hasta arribar a un castillo. Entre fuertes quejidos  me encogía de dolor,  las dueñas me llevaron en andas a mis aposentos, donde me esperaban un grupo de personas para contemplar el alumbramiento.

    Lo que me espantó, fue que después de nacer la niña me dieran a beber un vaso de hidromiel, y después abandonara este mundo.

    De repente el autobús se llenó de hombres vestidos con extraños ropajes negros, que custodiaban a unas mujeres con las muñecas atadas, las insultaban y las vejaban, hasta límites insospechados.
    Con gran estupor me reconocí en una de las mujeres, en la mirada llevaba la impotencia, sufrimiento y rabia que la injusticia podía crear.  Los hombres  las bajaban  a empujones hacia la pira, donde expiarían sus pecados de brujería.

    De nuevo la niebla.  El autobús giraba sin parar hasta transformarse en un vehículo extraño lleno de seres famélicos, vestidos con ropajes sucios y harapientos, pertrechados con  armas rústicas.  Los gritos que coreaban daban la impresión de ir a una guerra cuya causa no entendían.

    A lo lejos se divisaba una batalla con bandos desiguales, con heridos y muertos por doquier.  La sangre regaba el valle. Aparté la mirada ante tanto horror,  lo que mis ojos vieron fue terrorífico. Una mujer con sus hijos trataba de esconderse de sus perseguidores, con poca fortuna,  un disparo de arcabuz le alcanzó el corazón.

    Estaba desconcertada y aturdida, el miedo llenaba todo mi ser. Un sudor frío hacía que no dejara de temblar. De nuevo era invisible a sus ojos, de no ser así ya me hubieran agredido. Bajé para auxiliar a los pequeños,  con sorpresa me volví a reconocer, los niños no me visualizaban. Sin saber como, estaba de nuevo rodeada por la maldita niebla y sentada en el autobús.

    Los saltos en el tiempo eran abismales y cada vez más próximos a nuestra época, lo que no comprendía,  era el significado de los continuos actos sangrientos en personas de gran parecido conmigo, o ¿era realmente yo? Ya no resistía  más la angustia y el miedo tan enorme que estaba experimentando.
   Sentía como a mis pulmones  les faltaba el aire, mis esfuerzos por respirar no surtían efecto. Un sonido estruendoso hizo que diera un salto, abrí los ojos, estaba sudando con la ropa de la cama revuelta. Entonces respiré profundamente, me dí cuenta que todo había sido una maldita pesadilla... ¿O quizás no?

    Por primera vez, me alegré de escuchar el sonido del despertador que cada mañana maldecía, entré en la ducha dejé que el agua corriera por mi cuerpo durante varios minutos,  me arreglé deprisa  sin desayunar bajé las escaleras a penas con tiempo para coger el autobús.

    Estaba en la parada, no dejaba de mirar el reloj. No estaba segura de que la niebla no se presentara de nuevo. Un frenazo  me sacó  de mis pensamientos y el conductor me saludó como cada día, le sonreí, mientras comprobaba que todo estaba en orden. ¿Pero de verdad  todo estaba en orden?

 

  

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