sábado, 26 de diciembre de 2020

LOS SECRETOS DE LA ERMITA


 Era la fiesta de Todos los Santos y en San Andrés los jardines se estaban quedando huérfanos de flores. Sin embargo por estos días las lápidas del pequeño cementerio se convertían en mantos de un cromatismo inusual. Todas las losas
  limpias y adornadas, todas... Menos una.

     Ese año apareció por allí un anciano con un gran ramo de rosas rojas a duras penas se agachó al pié de la tumba, limpiándola con un ajado periódico. Sobre ella solo había escrito un nombre, “ROSALÍA”; el hombre depositó con ternura el ramo encima de las letras al tiempo que unas lágrimas se deslizaban por su rostro.

  Allí nadie lo conocía pero él se movía  con soltura, como si hubiese habitado allí toda la vida aunque había pasado mucho tiempo el pueblo apenas había cambiado. Alguna que otra casa de nueva,  el agua corriente y el asfaltado de las calles. 

  Su belleza paisajista se debía a los dos ríos que lo bañaban  y a las redondeadas colinas que lo enmarcaban. Contaba con la iglesia parroquial de estilo románico y una preciosa ermita rodeada por unos muros con una hilera de álamos a lo largo de estos, todo ello se completaba con una puerta de dos hojas de forja negra completaba el exterior.
   La enorme pradera era  antesala del edificio. A la derecha adosada al muro, había una vivienda de adobe donde se alojaba la familia del guardés. Él cuidaba del mantenimiento, pero el repaso de los accesorios religiosos quedaba a cargo de las mujeres.
  Berto nunca perdió el contacto de los acontecimientos relevantes que ocurrían en el pueblo y la provincia gracias a su suscripción  al periódico Cuando los habitantes de la localidad decidieron restaurar la ermita no sabían que despertaban los fantasmas del pasado, un pasado que todos se empeñaron en olvidar. Comenzaron a talar los árboles centenarios que la rodeaban, para continuar derribando el muro y la ruinosa casa del guarda. Las hermosas puertas desaparecieron una noche y nunca se supo que fue de ellas.
    Al retirar los últimos escombros de la vivienda descubrieron lo que parecía una tumba, extrañados removieron las piedras y la tierra hasta que el crujir de la madera les hizo detenerse. La sacaron con cuidado y  prestos desclavaron las tablas.   .
      Los ojos de los asistentes miraban con asombro el descubrimiento que estaban presenciando; un esqueleto de mujer cubierto con ropas de otros tiempos y al cuello una cadena de plata de la que colgaba la medalla de la Virgen con una inscripción en el reverso: “Berto”.                                                                                     
    Se puso en marcha el protocolo judicial para identificar el cadáver y darle sepultura. La familia que en otro tiempo habitó la casa había emigrado hacia la capital a los pocos años de que su hija huyera del hogar. El esfuerzo por reconocer los restos fue inútil el hallazgo se publicó en el periódico pero nadie respondió.
    Las autoridades dieron sepultura a los restos no hubo funerales ni comitiva que los acompañara hasta la tumba, sus huesos descansarían en un lugar apartado de las demás. Las hierbas pronto lo invadirían todo  y entonces pasaría desapercibida hasta caer en el olvido. Un día una lápida de mármol blanco  la cubrió.

    Durante bastantes semanas fue  tema de conversación  entre sus gentes  el hecho transcendió más allá de la provincia, pero como casi siempre el tiempo terminó por acallarlo.

   Berto paseaba por San Andrés recordando su infancia y parte de su juventud. Sus padres habían fallecido hacía  años y sus hermanos emigraron a diversas ciudades.  Como un turista preguntó por alguien que enseñara la iglesia y la ermita. Lucía,  era quién en ese momento se responsabilizaba de las llaves de los lugares de culto y en atender a los visitantes.

     Berto  pidió ir primero a la ermita estaba inquieto por conocer todo lo que se comentaba acerca del  extraño descubrimiento acaecido por allí.

  Durante el  paseo Lucía no paraba  de hablar  de las excelencias que adornaban a San Andrés, ella tenía a gala de ser la mejor informada todo lo que en el pueblo sucedía la denominaban “la gaceta” o “corre ve y dile”.

   Él se limitaba a oír sin implicarse en la conversación deseaba pisar de nuevo las baldosas de la ermita y buscar en su memoria aquellos lejanos recuerdo de su incipiente juventud
   Al traspasar el umbral  le embargaba una gran emoción y sus  denodados esfuerzos por reprimir las lágrimas que luchaban por brotar.
  Después de curiosear  por el recinto le pidió a Lucía  quedarse a solas un rato. Ella se marchó no sin antes indicarle dónde debía dejar las llaves  cuando se fuera.

   Berto se sentó en el primer banco, respiró profundamente, cerró los ojos y sus recuerdos comenzaron a hacerse presente. Escuchó la voz de Rosalía llamándole igual que hiciera cada vez que se veían a escondidas; entonces él salía de detrás de la puerta que llevaba al coro y se fundían en un largo abrazo sintiendo su calor  y sus besos. Su perfume floral  inundaba todo su ser. ¡Dios mío como la amaba!

    A su regreso del servicio militar la buscó   preguntó por ella a todo el que quería escucharle, pero siempre se topaba con la misma respuesta: “se fue del pueblo”. Sin embargo al indagar un poco más, llegó a la conclusión que nadie la había visto partir.  Fué en su busca y  al no hallarla continuó  su vida lejos de San Andrés.

   De pronto recordó el escondite secreto donde se dejaban las notas cuando la situación se tensó tanto que Rosalía apenas podía salir de casa. Sus padres habían concertado su matrimonio con un hombre veinte años mayor.
   Su continua negativa a contraer nupcias la condujo a un encierro casi total. Los padres decían que se hallaba enferma   apenas salía a la calle, solo iba a la ermita.

    Los jóvenes buscaron comunicarse evadiendo la vigilancia de la familia las notas que se escribían estaban ocultas en una oquedad que  fabricaron en el camarín de la Virgen.

   Berto, como movido por un resorte, se levantó y se dirigió al escondite pero había pasado tanto tiempo que le costaba trabajo identificar el lugar exacto, después de tocar  los bordes de varias tablillas consiguió ahuecar la correcta.

Vio una flor seca encima de un sobre amarillento  y ajado,  con mano temblorosa Berto lo cogió colocando la tablilla en  su lugar. Volvió a sentarse pero esta vez lo hizo en un banco próximo a la puerta del coro, allí aprovechaba la luz que se colaba por la puerta.
  Respiró profundamente y comenzó a tocar el sobre pues había una cosa abultada en su interior. Su curiosidad fue en aumento y con cuidado fue rasgando el papel para ver su contenido. Apenas hizo un pequeño agujero y  lo volcó entonces cayó el dije que le regalara cuando partió al servicio militar.
  Lo abrió viendo con sorpresa que su foto había sido cambiada por una de Rosalía pasó su dedo por ella como si la acariciara; comprobó que su foto estaba detrás. Tomó la cadena y al poner el colgante se percató que estaba rota. Lo acercó a sus labios besándolo para a continuación guardarlo en un bolsillo del pantalón. Ahora todo su interés se concentraba en la carta
     Mi querido Berto, amor mío estaba esperando tu regreso con impaciencia antes de decirme a escribir. Mis padres nos lo han puesto complicado, como te dije la vez anterior siguen empeñados en casarme con Ángel, solo por su dinero mis rotundas negativas no sirven de nada. Necesitaba decirte que estaba embarazada y esperaba que nuestro hijo ayudara a solventar nuestra situación.
    Hace unos días se presentó Ángel en casa para formalizar el noviazgo y poner  fecha a la boda, mi rotunda  negativa enfureció a mi padre y él se marchó con la promesa de hacerme cambiar de opinión.
    Creí que la discusión había terminado y me fui a mi dormitorio, entonces escuché como discutían mis padres, los gritos  me desesperaban  salí para apaciguar.
  Mi padre estaba furioso  me preguntó  por la razón de mi negativa. No me quedó otra alternativa, me vi tan acosada que les conté que estaba embarazada de tres meses.
    Así que se puso tan fuera de sí que me zarandeó con tal violencia que caí por las escaleras, como consecuencia tuve la pérdida de nuestro hijo. A raíz de lo sucedido estoy enferma, siento que la vida se me escapa, no quieren llamar al médico para que no se sepa lo ocurrido.

     Ya sabes, lo  del que dirán y la familia quedaría marcada. No se que será de mí pero quiero que sepas la verdad y sino nos volvemos a ver guardes el dije con todo el amor que siempre nos unió.

        Te amo, siempre tuya
                                                                                Rosalía

     Con las lágrimas bañando su rostro dobló con cuidado la carta se la llevó a los labios  la besó, con un beso tan intenso, cálido y amoroso que nadie pudo imaginar.

  Alzó la vista hacia la Virgen  rezó como nunca lo había hecho. Comprendió el sufrimiento enorme que le proporcionó su amor, y él pensando durante tantos años que ella lo abandonó.
   Un sentimiento de culpa se adueñó de su espíritu. Entristecido, con las manos metidas en los bolsillos y cabizbajo se dirigió a la puerta cerró con la llave,  encaminó sus pasos por el paseo hacia  la carretera que le acercaba hasta la entrada del pueblo, en ese mismo instante tuvo la sensación  que pronto se reencontraría con ella.

  Llegó hasta la casa que Lucía le indicó y entregó las llaves  fue hacia su coche sin saber muy bien que hacer. Los pensamientos contradictorios se agolpaban en su mente.

   Puso el auto en marcha con dirección a la capital cuando al pasar por delante del taller del marmolista frenó en seco. Una idea pasó veloz por su cabeza y decidió ponerla en práctica.

    Entró en el despacho  a recoger su cartapacio y un sobre para el dije, acto seguido se metió en el coche lo arrancó y ahora sí. Volvía a casa.

     Durante el trayecto no dejó de pensar, su mente le retrotraía a los momentos más tiernos vividos junto a ella.

   Una vez en su hogar echó un vistazo a las fotografías que resumían su vida de tantos años, su esposa ahora ausente, sus tres hijos y los pequeños que le hacían sonreír cada mañana.

    Estuvo varias horas delante del ordenador buscando sin cesar algo que concretara la idea que tuvo en San Andrés.

   Al día siguiente fue a la consulta del médico especialista a recoger el resultado de las pruebas que anteriormente al viaje se había hecho.

   No fueron buenas noticias el reloj de su vida comenzó su marcha atrás no le impresionó quizás su inconsciente lo esperaba. Con el informe en la carpeta entró en la cafetería del hospital a tomarse un gran desayuno.

   Su rostro se relajó conforme saboreaba cada bocado  disfrutaba del café ardiente que tanto le gustaba. Después regresó a casa y comenzó a organizar sus papeles legales.

  Llamó a su hija para tomar una merienda ella aceptó la invitación  su curiosidad aumentó cuando le rogó que llevara su cuaderno de dibujo y los lápices.

   Berto tenía una ligera idea de como tenía que ser el monumento funerario, solo necesitaba que alguien lo plasmara en papel y su hija era la más indicada.

    Tras una extensa charla llena de confidencias por ambas partes “la niña”, como él la llamaba, abrió el bloc y con agilidad sorprendente trazaba unos rasgos que pronto se convirtió en un bello boceto. Su padre sonrió lleno de satisfacción por el resultado. Si el escultor seguía fielmente el boceto estaba  demostrando al mundo su gran  amor.

   Echó una ojeada y vio que todo estaba en orden, metió un poco de ropa en una bolsa  bajó al garaje para iniciar el viaje pero esta vez si sabía su final.

   Cuando llegó a San Andrés los albañiles estaban prestos  para montar el grupo escultórico. En el cementerio el marmolista terminaba de pasar un trapo para limpiar los últimos restos de polvo. Berto comprobó con sus ojos que el mausoleo de Rosalía quedaba perfecto.

    Volvieron al despacho a finalizar los últimos flecos del contrato, entonces se le ocurrió preguntar  por una tumba cercana. Le informaron que si lo deseaba podía utilizar la de Rosalía, ya que cabían dos féretros, le pidió que pusiera “BERTO” debajo de ROSALÍA. Juntos por toda la eternidad.

                                                      

 

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jueves, 17 de diciembre de 2020

PUESTA DE LARGO

—Quiero bailar, quiero bailar. Bailar hasta desfallecer, jajaja como si pudiera… ¡Qué música tan deliciosa! ¡Y con mi vestido nuevo tan hermoso y elegante! ¿Te gusta?—

Carlos giró sobre sí mismo en busca de la persona que le hablaba, pero no vio a nadie. “Lo habré escuchado a través de la pared”, se dijo.

De nuevo una risa juvenil llegó a sus oídos, mientras esperaba a ser recibido por el recepcionista del coqueto hotel. Era un palacete del siglo XVII. La fachada se mantenía sin restaurar, los balcones de hierro forjado daban la sensación que de un momento a otro se iban a desgajar de la pared, y  los preciosos azulejos florales que los embellecían ya habían iniciado su declive. Algunos les faltaban trocitos y a otros unas rayas negras los atravesaban unos huecos por donde el viento y el agua hacían estragos.

El hotel tenía pinturas y estucados, vigas y baldosas, portones de gruesa madera ricamente labrada con su correspondiente aldaba.

Traspasar el umbral del palacete era adentrarse en un mundo paralelo, las piedras frías del suelo y los enormes arcos que sustentan los pisos superiores, las dos enormes salas eran una mezcolanza de estilos.

Una pequeña escalera de madera pegada a la pared, solo adornada a la altura del rellano por un imponente retrato de una joven ataviada con un  vestido azul recién estrenado, y un hermoso collar de perlas blancas alrededor de su cuello, en sus manos nacaradas una fina sortija con un zafiro que irradiaba una luz  a juego con sus ojos. Unos ojos azules llenos de jovialidad que invitaban a sonreír.

 Mirándola daba la sensación de que en un momento saldría del cuadro para acudir a un baile.

Por fin con la llave de la habitación en su mano subió pausadamente las escaleras que le llevaban al primer piso. La gruesa puerta se abrió con suavidad.

Sacó el neceser  y se fue al cuarto de baño, al abrir el grifo el agua comenzó a salpicarle como si una mano jugara con ella. Alzó sus ojos hacia el espejo y solo vió su reflejo. Estaba tan cansado que solo deseaba  dormir toda la noche de un tirón.

Desnudo se metió entre las sábanas blancas que desprendían un suave perfume. Los párpados se cerraron mientras sus oídos escuchaban una lejana música y el murmullo de unas voces indicando una celebración.

Por la mañana temprano una caricia sobre su rostro lo despertó, sin embargo le costaba abrir los ojos, inconscientemente esperaba que se repitiera pero no ocurrió.

El despertador sonó y se sintió malhumorado por la interrupción de un sueño tan dulce, y lleno de ternura que hubiese deseado no despertar.

 

Al bajar las escaleras sintió un escalofrío, de nuevo esos  ojos azules traspasaban los suyos. “Ni que estuviera viva” pensó.  A l cruzar los arcos oyó una risita de mujer, miró hacia el interior del comedor y solo dos hombres degustaban un suculento desayuno, la risa no se le iba de la cabeza y cuánto más lo pensaba  más le desconcertaba.

“Un día más, solo un día más para que finalizara el congreso y todo esto quedaría en una molesta pesadilla”; se decía mientras  caminaba a paso ligero entre las callejuelas del casco antiguo.

Con la lectura de las ponencias a buen ritmo no volvió a recordar a la damisela del cuadro; esa noche acudiría a la cena de despedida.

Antes de regresar al hotel se fue a pasear por la orilla del mar, se quitó los zapatos,  dobló los pantalones y dejó que el agua fresca le acariciara los pies.

Cerró los ojos, alzó la cabeza hacia las estrellas como quien  conjura un íntimo deseo que sabe inalcanzable, así estuvo un buen rato hasta que el hambre le devolvió a la realidad.  

Al bajar las escaleras del hotel no pudo evitar mirar de reojo al cuadro, cuando escuchó “llévame al baile”, sacudió la cabeza y continuó el descenso, una vez en la calle se creyó a salvo.

Regresó agotado, había disfrutado como hacía tiempo no recordaba, ¡si hasta bailó! Cosa inusual en él.

Al subir las escaleras tropezó y cayó cuan largo era, miró arriba y abajo, a esas horas solo el recepcionista estaba levantado.

Sin embargo las risas las escuchaba nítidamente, observó el cuadro y  los labios de la dama temblaban como si aguantaran una risa estrepitosa.

Enfadado por su torpeza entró en la habitación y se tumbó sobre la cama. Los ruidos le despertaban una y otra vez, las luces se encendían solas, los grifos se abrían y cerraban como si tuvieran vida propia, al igual que las cortinas de la ventana.

Estaba deseando que amaneciera para dejar aquella habitación y olvidar semejante pesadilla que comenzaba a ponerle nervioso. Con los primeros rayos del sol saltó de la cama, se arregló y con la maleta en la mano echó un último vistazo a su alrededor y cerró la puerta lanzando un suspiro de alivio.

Al bajar las escaleras por última vez, se detuvo en el rellano y miró detenidamente el cuadro mientras le decía: “No sé si eras tú quien me quería volver loco, pero casi lo consigues”.

Le pareció que la dama de bellos ojos azules le respondía: “Y todo por no llevarme al baile, mi primer baile en sociedad”.

Ahora sí estaba seguro de que ella le hablaba y el miedo se apoderó de él que salió a toda prisa de aquel  hotel encantador.

Fue durmiendo durante todo el trayecto con la tranquilidad de alejarse del fantasma de la hermosa damisela. Al llegar a la estación tomó un taxi y se marchó a casa, al entrar un suspiro de alivio salió de su boca y dejando la maleta se dejó caer en el sofá.

Una dulce música le empujó hasta su dormitorio, allí no había nadie ni aparato que la reprodujese. Movió ligeramente la cabeza desechando un turbio pensamiento.

Al día siguiente muy de madrugada llegó a casa y se metió en la cama, de nuevo la música comenzó a sonar, el ruido de los vestidos al bailar le inquietaba. Cuando de pronto una voz melodiosa le susurra al oído “me debes un baile”.

Aterrorizado salió a la calle gritando sin parar hasta que una ambulancia lo trasladó al hospital.

Desde la calle se observa  una ventana  que golpean sin parar y se intuyen voces desesperadas.

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sábado, 12 de diciembre de 2020

EL SEÑOR DE LOS LIBROS


 Dos tardes a la semana, Leire bajada al centro a dar una vuelta  y de paso entraba en La Casa del Libro, a echar una ojeada a las nuevas publicaciones.

Vestida con vaqueros ajustados y con un top que resaltaba sus exuberantes pechos, y  subida en unos tacones con plataforma encubierta, parecía una mujer de altura…

 El paseo al atardecer a la orilla del mar y la mirada perdida en el horizonte, dejaba volar sus pensamientos para que ellos habitasen en un mundo mágico, cómo el que su padre la narraba antes de  dormir.

¡Cómo lo añoraba! Le recordaba encerrado largas horas en su despacho con varios libros abiertos sobre la mesa, los cuadernos donde tomaba notas, y al fondo  en el borde de la mesa el portátil  abierto mientras  escuchaba  música.

La puerta la dejaba entre abierta cuando se aproximaba la hora que llegaba del colegio. Momento que ambos aprovechaban para merendar y charlar. Siempre le hacía reír antes de regresar al despacho.

Los domingos la levantaba temprano, para caminar descalzos por el borde de la playa mientras el agua y la arena jugaban con ellos. Le recitaba versos, le contaba leyendas de antiquísimas y lejanas tierras del otro lado del mar. Cantaban canciones entre risas y brincos y volar, volar alto agarrada con la seguridad de sus brazos.

Hundida en la melancolía su rostro se humedecía por unas débiles lágrimas que se empeñaban en aflorar a fuerza de sentimientos.

Cómo un ritual antes de volver a casa, se mojó las manos en el agua salada y sacudiéndolas al viento murmuraba “va por ti papá”.

Un día hizo el propósito de buscar el libro de poesía, que siempre permanecía abierto en el escritorio del padre.

La primera tarde que bajó al centro entró en La Casa del Libro  se fue derecha  a  las estanterías de los clásicos. Tomó varios  se sentó junto a la mesa comenzó a extenderlos echó una ojeada y sonrió.

Leía y releía, saltaba de uno a otro, entonces comprendió la calma que transmitía su padre y la reverencia con que se adentraba en ellos.

Levantó la vista  sorprendida, se incorporó, estaba allí, acababa  de pasar por el otro pasillo. ¡No podía ser él! ¡Imposible! Aún así recogió los libros, dio un rodeo para cerciorarse y vio de espaldas un hombre fuerte, alto de pelo cano  rodeado de libros. Se dijo “uno más al club”. Murmuraba al tiempo que salía.

La historia se repitió varias veces  la curiosidad fue instaurándose en ella  hasta que una tarde decidió seguirle.

A una distancia prudencial que le permitiese verlo. El hombre se fue por  la avenida comercial,  luego se desvió entre las callejuelas del casco antiguo hasta que al doblar una esquina desapareció.

Ello no hizo más que aumentar su inquietud por verle el rostro, se estaba obsesionando por la necesidad perentoria de hablar con su padre, de desahogar su alma y recobrar algo de serenidad.

Como solo él sabía hacerlo, ahora en su madurez le encantaría tenerlo como cuando era niña.

A los pocos días regresó a la librería, lo buscó casi con desesperación y en su lugar había en la mesa los libros abiertos y en el centro el que ella buscaba sin cesar.

Miró a su alrededor  no estaba,  tomó el del centro entre sus manos lo olió,  ese perfume  le resultó familiar. Cerró los ojos acercó el libro a sus labios y lo besó al tiempo que decía “papá.”

 

 

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