sábado, 12 de diciembre de 2020

EL SEÑOR DE LOS LIBROS


 Dos tardes a la semana, Leire bajada al centro a dar una vuelta  y de paso entraba en La Casa del Libro, a echar una ojeada a las nuevas publicaciones.

Vestida con vaqueros ajustados y con un top que resaltaba sus exuberantes pechos, y  subida en unos tacones con plataforma encubierta, parecía una mujer de altura…

 El paseo al atardecer a la orilla del mar y la mirada perdida en el horizonte, dejaba volar sus pensamientos para que ellos habitasen en un mundo mágico, cómo el que su padre la narraba antes de  dormir.

¡Cómo lo añoraba! Le recordaba encerrado largas horas en su despacho con varios libros abiertos sobre la mesa, los cuadernos donde tomaba notas, y al fondo  en el borde de la mesa el portátil  abierto mientras  escuchaba  música.

La puerta la dejaba entre abierta cuando se aproximaba la hora que llegaba del colegio. Momento que ambos aprovechaban para merendar y charlar. Siempre le hacía reír antes de regresar al despacho.

Los domingos la levantaba temprano, para caminar descalzos por el borde de la playa mientras el agua y la arena jugaban con ellos. Le recitaba versos, le contaba leyendas de antiquísimas y lejanas tierras del otro lado del mar. Cantaban canciones entre risas y brincos y volar, volar alto agarrada con la seguridad de sus brazos.

Hundida en la melancolía su rostro se humedecía por unas débiles lágrimas que se empeñaban en aflorar a fuerza de sentimientos.

Cómo un ritual antes de volver a casa, se mojó las manos en el agua salada y sacudiéndolas al viento murmuraba “va por ti papá”.

Un día hizo el propósito de buscar el libro de poesía, que siempre permanecía abierto en el escritorio del padre.

La primera tarde que bajó al centro entró en La Casa del Libro  se fue derecha  a  las estanterías de los clásicos. Tomó varios  se sentó junto a la mesa comenzó a extenderlos echó una ojeada y sonrió.

Leía y releía, saltaba de uno a otro, entonces comprendió la calma que transmitía su padre y la reverencia con que se adentraba en ellos.

Levantó la vista  sorprendida, se incorporó, estaba allí, acababa  de pasar por el otro pasillo. ¡No podía ser él! ¡Imposible! Aún así recogió los libros, dio un rodeo para cerciorarse y vio de espaldas un hombre fuerte, alto de pelo cano  rodeado de libros. Se dijo “uno más al club”. Murmuraba al tiempo que salía.

La historia se repitió varias veces  la curiosidad fue instaurándose en ella  hasta que una tarde decidió seguirle.

A una distancia prudencial que le permitiese verlo. El hombre se fue por  la avenida comercial,  luego se desvió entre las callejuelas del casco antiguo hasta que al doblar una esquina desapareció.

Ello no hizo más que aumentar su inquietud por verle el rostro, se estaba obsesionando por la necesidad perentoria de hablar con su padre, de desahogar su alma y recobrar algo de serenidad.

Como solo él sabía hacerlo, ahora en su madurez le encantaría tenerlo como cuando era niña.

A los pocos días regresó a la librería, lo buscó casi con desesperación y en su lugar había en la mesa los libros abiertos y en el centro el que ella buscaba sin cesar.

Miró a su alrededor  no estaba,  tomó el del centro entre sus manos lo olió,  ese perfume  le resultó familiar. Cerró los ojos acercó el libro a sus labios y lo besó al tiempo que decía “papá.”

 

 

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