—Quiero bailar, quiero bailar. Bailar hasta desfallecer, jajaja como si pudiera… ¡Qué música tan deliciosa! ¡Y con mi vestido nuevo tan hermoso y elegante! ¿Te gusta?—
Carlos
giró sobre sí mismo en busca de la persona que le hablaba, pero no vio a nadie.
“Lo habré escuchado a través de la pared”, se dijo.
De
nuevo una risa juvenil llegó a sus oídos, mientras esperaba a ser recibido por
el recepcionista del coqueto hotel. Era un palacete del siglo XVII. La fachada
se mantenía sin restaurar, los balcones de hierro forjado daban la sensación
que de un momento a otro se iban a desgajar de la pared, y los preciosos azulejos florales que los
embellecían ya habían iniciado su declive. Algunos les faltaban trocitos y a
otros unas rayas negras los atravesaban unos huecos por donde el viento y el
agua hacían estragos.
El
hotel tenía pinturas y estucados, vigas y baldosas, portones de gruesa madera
ricamente labrada con su correspondiente aldaba.
Traspasar
el umbral del palacete era adentrarse en un mundo paralelo, las piedras frías
del suelo y los enormes arcos que sustentan los pisos superiores, las dos
enormes salas eran una mezcolanza de estilos.
Una
pequeña escalera de madera pegada a la pared, solo adornada a la altura del
rellano por un imponente retrato de una joven ataviada con un vestido azul recién estrenado, y un hermoso
collar de perlas blancas alrededor de su cuello, en sus manos nacaradas una
fina sortija con un zafiro que irradiaba una luz a juego con sus ojos. Unos ojos azules llenos
de jovialidad que invitaban a sonreír.
Mirándola daba la sensación de que en un
momento saldría del cuadro para acudir a un baile.
Por
fin con la llave de la habitación en su mano subió pausadamente las escaleras
que le llevaban al primer piso. La gruesa puerta se abrió con suavidad.
Sacó
el neceser y se fue al cuarto de baño,
al abrir el grifo el agua comenzó a salpicarle como si una mano jugara con
ella. Alzó sus ojos hacia el espejo y solo vió su reflejo. Estaba tan cansado
que solo deseaba dormir toda la noche de
un tirón.
Desnudo
se metió entre las sábanas blancas que desprendían un suave perfume. Los
párpados se cerraron mientras sus oídos escuchaban una lejana música y el
murmullo de unas voces indicando una celebración.
Por
la mañana temprano una caricia sobre su rostro lo despertó, sin embargo le
costaba abrir los ojos, inconscientemente esperaba que se repitiera pero no
ocurrió.
El
despertador sonó y se sintió malhumorado por la interrupción de un sueño tan dulce,
y lleno de ternura que hubiese deseado no despertar.
Al
bajar las escaleras sintió un escalofrío, de nuevo esos ojos azules traspasaban los suyos. “Ni que
estuviera viva” pensó. A l cruzar los
arcos oyó una risita de mujer, miró hacia el interior del comedor y solo dos
hombres degustaban un suculento desayuno, la risa no se le iba de la cabeza y
cuánto más lo pensaba más le
desconcertaba.
“Un
día más, solo un día más para que finalizara el congreso y todo esto quedaría
en una molesta pesadilla”; se decía mientras
caminaba a paso ligero entre las callejuelas del casco antiguo.
Con
la lectura de las ponencias a buen ritmo no volvió a recordar a la damisela del
cuadro; esa noche acudiría a la cena de despedida.
Antes
de regresar al hotel se fue a pasear por la orilla del mar, se quitó los
zapatos, dobló los pantalones y dejó que
el agua fresca le acariciara los pies.
Cerró
los ojos, alzó la cabeza hacia las estrellas como quien conjura un íntimo deseo que sabe inalcanzable,
así estuvo un buen rato hasta que el hambre le devolvió a la realidad.
Al
bajar las escaleras del hotel no pudo evitar mirar de reojo al cuadro, cuando
escuchó “llévame al baile”, sacudió la cabeza y continuó el descenso, una vez
en la calle se creyó a salvo.
Regresó
agotado, había disfrutado como hacía tiempo no recordaba, ¡si hasta bailó! Cosa
inusual en él.
Al
subir las escaleras tropezó y cayó cuan largo era, miró arriba y abajo, a esas
horas solo el recepcionista estaba levantado.
Sin
embargo las risas las escuchaba nítidamente, observó el cuadro y los labios de la dama temblaban como si
aguantaran una risa estrepitosa.
Enfadado
por su torpeza entró en la habitación y se tumbó sobre la cama. Los ruidos le
despertaban una y otra vez, las luces se encendían solas, los grifos se abrían
y cerraban como si tuvieran vida propia, al igual que las cortinas de la
ventana.
Estaba
deseando que amaneciera para dejar aquella habitación y olvidar semejante
pesadilla que comenzaba a ponerle nervioso. Con los primeros rayos del sol saltó
de la cama, se arregló y con la maleta en la mano echó un último vistazo a su
alrededor y cerró la puerta lanzando un suspiro de alivio.
Al
bajar las escaleras por última vez, se detuvo en el rellano y miró
detenidamente el cuadro mientras le decía: “No sé si eras tú quien me quería
volver loco, pero casi lo consigues”.
Le
pareció que la dama de bellos ojos azules le respondía: “Y todo por no llevarme
al baile, mi primer baile en sociedad”.
Ahora
sí estaba seguro de que ella le hablaba y el miedo se apoderó de él que salió a
toda prisa de aquel hotel encantador.
Fue
durmiendo durante todo el trayecto con la tranquilidad de alejarse del fantasma
de la hermosa damisela. Al llegar a la estación tomó un taxi y se marchó a
casa, al entrar un suspiro de alivio salió de su boca y dejando la maleta se
dejó caer en el sofá.
Una
dulce música le empujó hasta su dormitorio, allí no había nadie ni aparato que
la reprodujese. Movió ligeramente la cabeza desechando un turbio pensamiento.
Al
día siguiente muy de madrugada llegó a casa y se metió en la cama, de nuevo la
música comenzó a sonar, el ruido de los vestidos al bailar le inquietaba.
Cuando de pronto una voz melodiosa le susurra al oído “me debes un baile”.
Aterrorizado
salió a la calle gritando sin parar hasta que una ambulancia lo trasladó al
hospital.
Desde
la calle se observa una ventana que golpean sin parar y se intuyen voces
desesperadas.
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