jueves, 17 de diciembre de 2020

PUESTA DE LARGO

—Quiero bailar, quiero bailar. Bailar hasta desfallecer, jajaja como si pudiera… ¡Qué música tan deliciosa! ¡Y con mi vestido nuevo tan hermoso y elegante! ¿Te gusta?—

Carlos giró sobre sí mismo en busca de la persona que le hablaba, pero no vio a nadie. “Lo habré escuchado a través de la pared”, se dijo.

De nuevo una risa juvenil llegó a sus oídos, mientras esperaba a ser recibido por el recepcionista del coqueto hotel. Era un palacete del siglo XVII. La fachada se mantenía sin restaurar, los balcones de hierro forjado daban la sensación que de un momento a otro se iban a desgajar de la pared, y  los preciosos azulejos florales que los embellecían ya habían iniciado su declive. Algunos les faltaban trocitos y a otros unas rayas negras los atravesaban unos huecos por donde el viento y el agua hacían estragos.

El hotel tenía pinturas y estucados, vigas y baldosas, portones de gruesa madera ricamente labrada con su correspondiente aldaba.

Traspasar el umbral del palacete era adentrarse en un mundo paralelo, las piedras frías del suelo y los enormes arcos que sustentan los pisos superiores, las dos enormes salas eran una mezcolanza de estilos.

Una pequeña escalera de madera pegada a la pared, solo adornada a la altura del rellano por un imponente retrato de una joven ataviada con un  vestido azul recién estrenado, y un hermoso collar de perlas blancas alrededor de su cuello, en sus manos nacaradas una fina sortija con un zafiro que irradiaba una luz  a juego con sus ojos. Unos ojos azules llenos de jovialidad que invitaban a sonreír.

 Mirándola daba la sensación de que en un momento saldría del cuadro para acudir a un baile.

Por fin con la llave de la habitación en su mano subió pausadamente las escaleras que le llevaban al primer piso. La gruesa puerta se abrió con suavidad.

Sacó el neceser  y se fue al cuarto de baño, al abrir el grifo el agua comenzó a salpicarle como si una mano jugara con ella. Alzó sus ojos hacia el espejo y solo vió su reflejo. Estaba tan cansado que solo deseaba  dormir toda la noche de un tirón.

Desnudo se metió entre las sábanas blancas que desprendían un suave perfume. Los párpados se cerraron mientras sus oídos escuchaban una lejana música y el murmullo de unas voces indicando una celebración.

Por la mañana temprano una caricia sobre su rostro lo despertó, sin embargo le costaba abrir los ojos, inconscientemente esperaba que se repitiera pero no ocurrió.

El despertador sonó y se sintió malhumorado por la interrupción de un sueño tan dulce, y lleno de ternura que hubiese deseado no despertar.

 

Al bajar las escaleras sintió un escalofrío, de nuevo esos  ojos azules traspasaban los suyos. “Ni que estuviera viva” pensó.  A l cruzar los arcos oyó una risita de mujer, miró hacia el interior del comedor y solo dos hombres degustaban un suculento desayuno, la risa no se le iba de la cabeza y cuánto más lo pensaba  más le desconcertaba.

“Un día más, solo un día más para que finalizara el congreso y todo esto quedaría en una molesta pesadilla”; se decía mientras  caminaba a paso ligero entre las callejuelas del casco antiguo.

Con la lectura de las ponencias a buen ritmo no volvió a recordar a la damisela del cuadro; esa noche acudiría a la cena de despedida.

Antes de regresar al hotel se fue a pasear por la orilla del mar, se quitó los zapatos,  dobló los pantalones y dejó que el agua fresca le acariciara los pies.

Cerró los ojos, alzó la cabeza hacia las estrellas como quien  conjura un íntimo deseo que sabe inalcanzable, así estuvo un buen rato hasta que el hambre le devolvió a la realidad.  

Al bajar las escaleras del hotel no pudo evitar mirar de reojo al cuadro, cuando escuchó “llévame al baile”, sacudió la cabeza y continuó el descenso, una vez en la calle se creyó a salvo.

Regresó agotado, había disfrutado como hacía tiempo no recordaba, ¡si hasta bailó! Cosa inusual en él.

Al subir las escaleras tropezó y cayó cuan largo era, miró arriba y abajo, a esas horas solo el recepcionista estaba levantado.

Sin embargo las risas las escuchaba nítidamente, observó el cuadro y  los labios de la dama temblaban como si aguantaran una risa estrepitosa.

Enfadado por su torpeza entró en la habitación y se tumbó sobre la cama. Los ruidos le despertaban una y otra vez, las luces se encendían solas, los grifos se abrían y cerraban como si tuvieran vida propia, al igual que las cortinas de la ventana.

Estaba deseando que amaneciera para dejar aquella habitación y olvidar semejante pesadilla que comenzaba a ponerle nervioso. Con los primeros rayos del sol saltó de la cama, se arregló y con la maleta en la mano echó un último vistazo a su alrededor y cerró la puerta lanzando un suspiro de alivio.

Al bajar las escaleras por última vez, se detuvo en el rellano y miró detenidamente el cuadro mientras le decía: “No sé si eras tú quien me quería volver loco, pero casi lo consigues”.

Le pareció que la dama de bellos ojos azules le respondía: “Y todo por no llevarme al baile, mi primer baile en sociedad”.

Ahora sí estaba seguro de que ella le hablaba y el miedo se apoderó de él que salió a toda prisa de aquel  hotel encantador.

Fue durmiendo durante todo el trayecto con la tranquilidad de alejarse del fantasma de la hermosa damisela. Al llegar a la estación tomó un taxi y se marchó a casa, al entrar un suspiro de alivio salió de su boca y dejando la maleta se dejó caer en el sofá.

Una dulce música le empujó hasta su dormitorio, allí no había nadie ni aparato que la reprodujese. Movió ligeramente la cabeza desechando un turbio pensamiento.

Al día siguiente muy de madrugada llegó a casa y se metió en la cama, de nuevo la música comenzó a sonar, el ruido de los vestidos al bailar le inquietaba. Cuando de pronto una voz melodiosa le susurra al oído “me debes un baile”.

Aterrorizado salió a la calle gritando sin parar hasta que una ambulancia lo trasladó al hospital.

Desde la calle se observa  una ventana  que golpean sin parar y se intuyen voces desesperadas.

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