Con
el aire fresco en su rostro y antes de iniciar la lectura, entornó los ojos para despejar su mente y adentrarse
en la ficción. Se encontraba en una enorme pradera llena de margaritas y otras
florecillas silvestres que era la antesala de un sorprendente soto frondoso con robles y olmos
centenarios. Había zarzas con sabrosas moras y otras con endrinas, y a sus
pies los tapices de violetas
que perfumaban el aire.
que perfumaban el aire.
Los
animalitos que pululaban por allí le daban el aspecto de un cuento. Por eso a
Bel le gustaba adentrarse en el bosque cuando su ánimo decaía un poco. Se
sentaba al lado de las flores para aspirar su perfume a la par que cerraba los
ojos para dejar volar su imaginación. Escuchaba los ruidos de los conejos,
ardillas y varias clases de avecillas que poco a poco perdían su miedo y se le
aproximaban. A ella le encantaba ese momento mágico en que su cuerpo permanecía
inmóvil, mientras respiraba despacito para no ahuyentar a los animales.
Cuando
la tarde fenecía solía coger un ramillete de violetas para ponerlas en un
pequeño jarrón de cristal labrado con hadas y flores que su madrina le había
regalado en su pasado cumpleaños. Lo situaba en la estantería junto a los
cuentos que releía una y otra vez hasta sabérselos de memoria. Su habitación
quedaba embriagada por el perfume de las flores, creando una atmósfera perfecta
para escribir sus propios relatos. Inventaba todo un mundo mágico con la fauna
y flora del soto que tanto adoraba, añadiendo hadas y gnomos de las historias
que los ancianos del lugar le contaban. Ella les correspondía con algunos
ramitos de violetas que iba a buscar expresamente para ellos.
Los
años fueron pasando y Bel se hizo mayor y su pasión por la literatura creció a
la par que su edad, tanto que de ello hizo su profesión. Su constancia tuvo la
gratificación de ver en letra impresa una recopilación de sus cuentos
infantiles.
El
sonido repetitivo del teléfono obligó a Bel a abrir los ojos lentamente. Estaba
desorientada, y cuando descolgó, una
voces infantiles la devolvieron al presente: sus nietos habían regresado de sus
vacaciones.
Una
vez acabada la conversación, instintivamente giró su vista hacia el violetero
que aún conservaba desde su juventud y sonrió. Ahora contenía una varita de bambú
con dos brotes, la única nota de naturaleza
en la sala de estar.
Alicante, septiembre 2014
Publicado en este número de la revista en homenaje a Miguel Hernández.
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