Aterida
por el frío viento de estos días he caminado hacia el recuerdo de mis años
adolescentes, cuando aún se distinguían las estaciones.
Aquel
viento, si que nos congelaba hasta el aliento, con los dedos llenos de
sabañones, que la mayoría de las veces se reventaban mostrando las profundas
heridas al mundo.
El
dolor se reflejaba en el rostro sin embargo de los labios no salía un débil
quejido.
Las
cencelladas esculpían un maravilloso paisaje de cuento, entonces no sabía su
nombre, solo que al despertar y verlas decíamos :qué frío ha hecho esta noche.
¡Si
hasta algunas partes del río se helaban! Ahora apenas lleva agua y el cierzo
azota con furia los campos.
Con
el sol enfurecido en la primera decena de junio pisábamos el ardiente empedrado
de las calles de la capital del Moncayo. A nuestros catorce o quince años
presumíamos con los primeros tacones.
Una
vez acabados los últimos exámenes nos fuimos ni cortas ni perezosas, desde el Instituto Castilla hasta la ermita de San Saturio. Salir salimos
de la ciudad pero, ¡ay! el pero, sí viene el pero y éste era que no veíamos el
final del camino, porque lejos está un rato largo.
Las
quejas de dolor de pies iba por turnos, el agua se nos acababa y con un hambre
de lobo, nos sentamos en la hierba y dimos buena cuenta de los bocadillos.
Con
los zapatos en las manos y los pies llenos de ampollas recorrimos el camino
asfaltado a paso rápido mientras aguantamos el calor y otro rato por el frescor
de la hierba. Así hasta que llegamos a una fuente que manaba de una roca.
Desesperadas
metimos los pies en el agua fresca, aliviadas nos secamos con los jerseys de
perlé, nos pusimos papel pegado con celo en los dedos y metimos los zapatos en
la fuente durante un buen rato.
Al
cabo de una media hora más o menos nos los calzamos mientras, el agua salía a
borbotones.
Nos
estabilizamos y comenzamos a recorrer la distancia hasta la ermita. Llegamos al
fin, el frescor que sentimos nos animó a sentarnos en un banco mientras admiramos la preciosa oquedad hecha
por el hombre.
Era
media tarde cuando profundizamos entre los árboles de la ribera del Duero.
Vimos corazones grabados a fuerza de navaja, con nombres y fechas que todavía
perduran en sus troncos.
Esos
álamos que adornan la orilla y que la luz pone dorados, a esa hora mágica del
atardecer, donde seguro D. Antonio halló
su inspiración para crear un poema para que ellos fueran eternos.
Han
pasado muchos lustros y muchas cosas he olvidado, pero aquellos zapatos de
tacón color Burdeos a ellos no los he
olvidado.
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Buena narración, algunas cosas y detalles me recuerdan a mis años de adolescente,entre los Padres Salesianos y la sierra de Maigmó, álamos incluifos. Buen domingo tengas, Toñi.
ResponderEliminarPd: ¿Eres mañica?
No de Soria muy cerquita eh? Besitos
EliminarBonito lugar. Cierto, el viento de Zaragoza es el Moncayo, y tú citas el cierzo...
ResponderEliminarEl Moncayo es un monte el viento es el cierzo.
EliminarHola primos, que son de allí, decían siempre que sopla el Moncayo . No sé... yo conozco Zaragoza, he ido varias veces y me suena lo del Moncayo. Pero puedo estar equivocado .
ResponderEliminarSaludos Toñi.