—Mamá,
mamá se ha caído la luna—
—No
cariño, se mira en su espejo—
—Pero…
si es agua, es una fuente no un espejo!—
—Claro
mi niña, la luna se refleja en el agua, eso ya lo sabes ¿no?—
—Nunca
la había visto así, creí de verdad que se había caído y ya no podría hablar con
ella, como tú dices que es una dama que jamás cuenta los secretos de los que
hablan con ella, yo le he contado los míos, tú le dices los tuyos?—
—Es
la más leal amiga por eso confío en ella y sí, si le cuento mis cuitas, cuidado
con tu botijo no se te rompa cuando lo acerques al caño para llenarlo, no te
vayas a distraer mirando a la luna—
Todavía
recuerdo aquella conversación como si acabara de ocurrir, la fascinación que
sentía mi madre por el satélite me la supo transmitir, y sí ya sé todas las
investigaciones científicas, pero me gusta pensar que me mira solo a mí cuando
en las noches de verano salgo de madrugada en silencio, me siento en el suelo y
le cuento cómo me va la vida. A fin de cuentas un poco de fantasía o ilusión me
viene de maravilla.
Entonces
rememoro los momentos de ir a por agua al atardecer con mi madre a la fuente
romana, ella cargada con un cántaro en la cabeza y un gran botijo en una mano,
y yo con dos pequeños el mío y el que mi padre se llevaba a la habitación
cuando se iba a dormir.
Me
sentía importante, era el mejor instante del día porque ella me relataba
historias diferentes de mitos de otros tiempos y lugares. Después con el paso
de los años comprendí mi nombre, mi madre deseaba que lo descubriera, me había
dado todas las pistas para hacerlo.
Se
fue muy joven seguro que está con la luna y las dos desde esa distancia
infinita me envían esa luz plateada que tanto me inspira y de vez en cuando,
muy de vez en cuando siento que me llaman, Selene, Selene.
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