Con
una taza grande de café con leche bien caliente, salgo a la terraza para
encontrar la serenidad que siempre me envía entre sorbo y sorbo. Me cuesta
habituarme a este clima tan húmedo, soy de tierra adentro de montañas
azules en verano y blancas en invierno, no pude escoger un destino más opuesto.
Sin
embargo los paseos por la playa al llegar la pleamar me fascinan, sentir la
arena bajo mis pies mientras las olas los acarician es una sensación
placentera, que me transporta a las nubes y
hace que mis pensamientos vuelen muy lejos de aquí.
Entonces
los paisajes de mi infancia fluyen ante mí, son tan nítidos que su cromatismo
se hace presente, al igual que los duros recuerdos que no consigo dejar atrás.
El
rumor del río con su eterna música y desde niña cruzando sus orillas varias
veces al día, en una barca vieja al mando iba el timonel más experto que la
gente admiraba.
El
agua siempre a un par de dedos del borde, y yo jugueteando con los rayos del
sol que se cuelan entre las hojas de los árboles mientras el río fluye sin
descansar, nunca supe lo que era el miedo a naufragar, quizás la temeridad de
la infancia o el saber que me protegía un nadador de primera.
Los
arroyos circundantes a la localidad, hacía que toda la población estuviese
marcada por su carácter. Las tormentas veraniegas me imbuían de melancolía al
ver las gotas besar los cristales y dibujar cuadros que imaginaba extraños, y
caminos con destinos inciertos, viajar a cualquier parte, conocer otras gentes
y culturas. Yo y mi eterna curiosidad por todo lo que el hombre es capaz de
hacer.
Ahora
cuando llueve sigo con mi nariz pegada en otros vidrios y rememoro otros
paisajes, aquí el agua es impetuosa su fuerza arrastra con virulencia lo que
halla a su paso, todo lo invade como para recordar que son sus dominios y que
nosotros los hemos invadido.
Cuando
el sol fulgurante ilumina como ahora el universo hace que confunda en el
horizonte los azules impresionantes al comenzar la aurora y cuando la fuerza de
la sombra lucha por imponer su reino, el reino de la oscuridad, y eso que en la
ciudad nunca es de noche las luminarias artificiales nos guían por las calles
que nunca están desiertas.
Me
gusta observar el vaivén de las olas cuando el mar se enfada y lleva la espuma
blanca hacia la arena, entonces siento que debo preguntar si ellas me llevarían
en sus crestas hacia las profundidades, a ver si tan abajo encuentro algún
servidor de Neptuno que me muestre todas las maravillas que ocultan a nuestros
ojos. Y quizás me lleve al encuentro de la corte de sirenas, descubrir un mundo
mágico y me acepten ser una más por un tiempo o me transformen en la espuma de
las olas para en el continuo movimiento otras gentes de sueños etéreos las
disfruten en viajes de ida y vuelta.
Hoy
es un día gris de primavera no deja de llover aquí en el Levante y como tantas
otras veces que lo hace sigo con la nariz pegada en el cristal de la ventana, vuelta
a la melancolía y añoranza de un tiempo pasado.
Aunque
es poco práctico porque al día siguiente los tendré que limpiar, podría haber
bajado la persiana pero esos instantes bien vale un pequeño esfuerzo.
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Muy bonita esa descripción entre el recuerdo y las sensaciones del momento
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