¡Fuego,
fuego! gritaron a altas horas de la madrugada. Las voces despertaron a los
vecinos, puertas y ventanas chirriaban su pesada madera.
La
casa de adobe y madera ardía como una tea.
Cuando
consiguieron apagarlo, a duras penas subieron por las destartaladas escaleras
del primer piso, la alcoba llena de humo no dejaba divisar el cuerpo de la
anciana.
¡Martina!
la llamaban una y otra vez, sin obtener respuesta. Sin luz y a tientas tocaron
un bulto inerte. El humo, las toses, los gritos y el llanto componían una ópera
macabra.
Allí
solo había desesperación y muchas preguntas sin respuesta, la única noche que
dormía sola y sin nadie a quién
responsabilizar del suceso, las autoridades determinaron un posible
cortocircuito.
Sin
embargo una sombra de duda y de venganza recorría las mentes de sus familiares,
las bocas con las mandíbulas apretadas, en los labios un rictus de sospecha y
en los ojos una mirada de furia contenida.
Un lenguaje
cómplice sin palabras, se traducían en señales de entendimiento entre
ellos.
El
entierro de Martina y el derribo de la
casa centenaria de adobe, madera y teja, fue para ellos como una cirugía a
corazón abierto sin anestesia.
Sufrimiento
y pesar, que durante años les perseguirán. Ya no hablan de ello porque duele,
todavía les duele en el alma, cuando no obtienen respuestas a los innumerables
interrogantes del terrible suceso.
Y saben de rencores acumulados, clavados en la
tierra, esa tierra que conoce sus luchas y sudores constantes para sacarle el
fruto de sus cosechas.
Se
funden con ella, forman un todo con raíces profundas regadas con el sudor y
lágrimas de sus cuerpos. Y la lluvia de
la primavera y el otoño, el frío helador del crudo invierno que esculpe cencelladas
cual prodigio milagroso, y la nívea alfombra cubre el paisaje que invita a
refugiarse al amor de la lumbre.
Ahora
en su lugar se yergue altiva una casa moderna, de ladrillo rojo y ventanas a
prueba del frío viento del Moncayo. Con calefacción central y el confort de la ciudad que en otro tiempo
pudieron soñar.
Pero
le falta el sentimiento del paso de generaciones ancestrales, un alma, una
identidad familiar que nunca sus paredes conseguirán atrapar.
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