Era domingo por la mañana y nos
apetecía mucho dar una vuelta por el rastro, hacía varios años que perdimos la
costumbre de aquellos domingos de darnos
un paseo por la Ribera de Curtidores y terminar comiendo en alguna antigua
taberna del barrio de La Latina.
Dejamos el coche en la Plaza de
Castilla y bajamos al metro nos apeamos en Atocha desde ahí comenzamos el recorrido, más bien
turístico, no sin antes degustar un buen chocolate con churros hacía tanto
tiempo que no lo saboreábamos… tanto como tardamos en visitar el rastro.
Atravesamos el barrio de Lavapiés
hasta llegar a la Ribera de Curtidores. A partir de ese instante el gentío
abarrotaba la calle central y adyacentes. Agarré bien el bolso que llevaba
cruzado Rodrigo palpó su cartera, nos
miramos y sonreímos.
Nuestros ojos miraban sin buscar
nada en especial, el ruido de cacharros, el soniquete de los vendedores y el
griterío de la muchedumbre nos ensordecía. Ahora recordaba porqué dejamos de
visitarlo.
Cogimos de nuevo el metro hasta
Sol desde allí nos dirigimos hacia el
Mercado de San Migue con sus excelentes tapas, lo añoraba cuando era
verdaderamente un mercado tradicional pero los tiempos de las grandes
superficies acabaron con él.
Su forja de hierro, las grandes
cristaleras era lo que permanecía inalterable.
Nuestra conversación giraba en lo
poco que habíamos visto de mobiliario antiguo asequible a nuestro bolsillo; y
uno que se adaptaba estaba demasiado deteriorado para nuestras expectativas.
Al pasar por la calle Mayor de
vuelta a casa, en una callejuela había un diminuto escaparate que mostraba un escritorio de ébano impoluto,
no tenía aspecto de otro siglo. Sin
embargo era muy elegante, al observar mi interés él dijo: ni pases a preguntar precio, estará
por las nubes y no lo podremos pagar.
Saqué el móvil e hice una foto
así por lo menos me alegraría la vista, o porqué no quizás en otro momento
pudiera comprarlo.
Los días fueron pasando ocupados
con los trabajos y la rutina diaria, las conversaciones ente nosotros se
limitaban a las necesidades de cada jornada.
De pronto Rodrigo comenzó a viajar
con frecuencia la distancia cada vez se alargaba más, sin apenas palabras de
cariño y la escasez de caricias, la intimidad se estaba yendo por la ventana.
Un domingo me fui hasta el rastro
por ver si hallaba un escritorio similar, aunque no fuera de tan preciada madera
por lo menos que tuviera estilo.
Di vueltas y más vueltas, no dejé
comercio ni puesto sin revisar, estaba claro que ninguno estaba a la altura de
mis expectativas.
El escritorio de aquel escaparate
no se iba de mi cabeza, su mezcla fascinante de ébano y palo santo, los
herrajes en bronce trabajados con una delicadeza inusitada, una fuerza
incontrolable me empujaba hacia él.
Mi despacho lo pedía a
gritos constantemente, necesitaba quitar
la mesa donde inicié mis trabajos de estudiante.
Ahora deseaba rodearme de cosas
que transmitieran un encanto especial, pocas, pero que al mirarlas fuera capaz
de sentir emociones diferentes. En mi caminar
al doblar una esquina la vida me regaló una bella sorpresa.
Mi mundo tal como lo vivía hasta
ese momento se estaba desvaneciendo, a
no mucho tardar debía tomar decisiones complicadas si quería ser dueña de cada
instante, sin críticas destructivas que me hundieran en un pozo sin fondo.
Sin decírselo a Rodrigo me
acerqué al centro con el firme propósito de comprar el escritorio. Al salir del
metro de Sol el corazón se me aceleraba a cada paso. Por fin iba a ser mío.
Miré el escaparate allí estaba él, respiré profundamente y me
adentré en sus dominios.
Me asombró su bajo precio pregunté a que se debía.
El hombre dijo que solo era un
intermediario entre el dueño y el posible comprador, solo buscaba una persona que lo apreciara y conservara, el
dinero era un factor secundario.
Mi curiosidad hizo inquerirle si
algún motivo extraño se ocultaba tras sus cajones, respondió que lo desconocía.
Hicimos la transacción y en dos
días luciría el centro de mi despacho.
Ya en la calle antes de coger el
metro subí a la primera planta de la Mallorquina desde sus amplios ventanales
se domina el centro de Madrid, sus mesas de mármol y forja, con facilidad te
transporta a la ciudad de antaño, el olor de su horno se percibe a varios
metros de distancia lo que invita a los viandantes a disfrutar de
una suculenta merienda.
Al llegar a casa Rodrigo me
esperaba sentado en el sofá, con gesto adusto me invitó a que le acompañara, me
senté a su lado como quién espera una regañina por haberse portado mal.
Me miró, tragó saliva y soltó
como una bomba: quiero el divorcio, por cierto el escritorio que tanto te gustó
es mío. Así que volveré a la tienda a recogerlo.
—Un poco tarde, el escritorio es
de otra persona, esta tarde pasé por allí y ya no estaba. Sobre el divorcio
cuando quieras pero los gastos corren de tu cuenta.
—De acuerdo los pagos yo ¿No tienes curiosidad del porqué?
—
—No, el motivo me da igual, solo
quiero que no haya una guerra entre nosotros a la hora del reparto. —
—No por mi parte no, siempre que
sea justo. Esta noche me iré a un hotel.
Al salir me dió un beso en la
mejilla, le despedí con un lacónico
hasta luego.
No podía conciliar el sueño, daba
vueltas y más vueltas unas veces pensando en el divorcio y qué le motivó a
tomar esa decisión y otras en mi ansiado escritorio.
Así ví amanecer y opté por
levantarme temprano, después de un ducha y un apetitoso desayuno me encerré en
el despacho.
Puse todo en el suelo para hacer una limpieza a
fondo. Libros, plumas, bolígrafos que aún conservaba en sus estuches. Algún
pequeño objeto que él solía regalarme sin venir a cuento, me agradaba tanto…
Ahora todo adquiría otro
significado había que despojarse de recuerdos vanos, y crear sitio a los
venideros. Los objetos aunque sea por un
leve instante, cada vez que los miramos nos recuerdan a la persona que nos lo
entregó.
Sonó el timbre de la puerta y
acelerada como una colegiala corrí a abrir la puerta.
¡Ya estaba aquí! Mi ansiado escritorio había llegado.
Me apresuré a colocar los
lápices, rotuladores y los bolígrafos de colores en los cajoncitos superiores, en las diminutas estanterías los pequeños
objetos que se libraron del ataque de limpieza.
Continúe con el resto de papeles,
archivos personales y un par de borradores de novelas inacabadas.
Por último puse el portátil en el
centro, junto con el ratón y el cable-cargador. Me senté en el butacón,
recostada lo acaricié para empaparme de sus emociones incrustadas.
Al recolocar los cables empujé la
tablita que dividía los cajoncitos, cuál
fue mi sorpresa cuando cedió mostrándome su secreto.
Mis ávidos ojos escudriñaron el
oscuro agujero y descubrí un cartón que al sacarlo reveló una ajada fotografía,
la miré detenidamente, cuanto más la miraba más me asombraba, una pareja de
jóvenes con ropajes de otro tiempo y el gran parecido del hombre con mi ex.
Las intrigas y los misterios me
encandilaban. La hora de investigar había comenzado. Ahora ya tengo un buen
argumento para mi próxima novela.
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