lunes, 28 de noviembre de 2016

UNA MAÑANA CUALQUIERA

         Iba una vez más a cumplir con la tediosa obligación de sacarme sangre para los análisis del trimestre correspondiente, y también, como de costumbre, atravesaba el hospital por la zona rehabilitación para salir a la glorieta próxima al supermercado. Al ser paso obligado para volver a casa, aproveché para abastecerme de las pocas cosas que ese día me harían falta.

         Pero ¡que calor! Y eso que eran las nueve y cuarto de la mañana. La gente que bajaba del autobús resoplaba mirándose unos a otros mientras comentaban – ¡que será cuando llegue agosto! La verdad es que apenas acabábamos de estrenar el mes de mayo y las temperaturas ya alcanzaban unos valores propios de la estación veraniega.

         Enfrascada en el repaso mental de mi despensa me evadí de lo que ocurría a mi alrededor. Me adentré en el establecimiento y comencé a sacar la bolsa que tan de moda se ha puesto con tanto ecologismo, que dicho sea de paso solo beneficia a los supermercados.

         Como casi siempre que vamos a la compra terminamos cargando más de lo que en un principio pensábamos comprar. Y claro, yo cargué más de lo necesario, aunque indudablemente lo necesitaría más adelante.

         Me eché la bolsa al hombro y me dije: para que voy a coger el autobús si son dos paradas. Y sí, dos paradas son, pero con el calor apretando y el esfuerzo de la carga iba con la boca abierta y con la lengua afuera cual perro sofocado. Con los cascos puestos, iba oyendo música latina en el mp4, (hay que ver como avanza esto de la técnica) para animar el trayecto a fin de desviar el pensamiento del sofocante calor, mientras pensaba con alivio: “ya llego, veo el edificio”.

         Al doblar la esquina de la calle vi que sujetaban la puerta del portal y me dije: “qué bien así no paro a sacar las llaves”. Atravesé el umbral,  suspiré y entonces oí unas voces en el último rellano de la escalera, en el  estaban ¡como no! el inquilino del primero, su mujer y un crío que subía.

         Por todo saludo mi vecino me increpó: – ¡anda que no se qué haces por las noches!

         Extrañada le repliqué: –Hago lo que normalmente se suele hacer.

         – Pues toda la noche te oigo andar de un lado para otro – insistió, a lo que contesté – ¡Ah, Ahora caigo! Es la sala de baile que he montado para aprender salsa. ¿Pero, no escucha como sube y baja la gente por la escalera?

         Ante el sarcasmo de mi respuesta se enfadó y con tono airado remató: –que sepas que te oigo, a saber lo que haces, cualquier cosa menos dormir.

         –Claro que lo sé –me defendí –, dormir y levantarme al baño cuando lo necesito, que ya me gustaría a mí entretenerme en hacer otras cosas y otros ruidos mucho más placenteros, que quizás le gustasen menos por recordarle tiempos mejores. Pero desde luego, la próxima vez que me comente algo similar, me pongo una música flamenca y le bailo un zapateado.

                                                                                            
  
©  Todos los derechos reservados.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario