domingo, 13 de mayo de 2018

LOS SENTIDOS PERDIDOS


Después de dos años postrado en la cama y enganchado a una vía y a otros aparatos más específicos que le controlaban su corazón y su cerebro, Rafael entre abrió los ojos. Estaba en un lugar  desconocido con las paredes de un blanco inmaculado, un silencio de ultratumba  le rodeaba, intentó moverse y no conseguía ni levantar un dedo. Estoy muerto, pensó, sin embargo por las ventanas y a través de las persianas  se colaba un poco de luz. Desorientado volvió a cerrar los ojos.    

Como todas las tardes escuchaba una voz  dulce que durante mucho tiempo le hablaba sin parar, aunque no entendía nada de lo que le decía. Por ello creyó que estaba en otra dimensión desconocida. Debía de estar muerto, pues no sentía ninguna emoción, ni siquiera un poco de dolor al levantar los dedos, bueno eso de levantar era un decir, todo esfuerzo se quedaba en un intento.

Cada día la joven enfermera al finalizar su jornada y una vez de cambiarse el uniforme daba una última visita a Rafael, se dio cuenta que nadie le visitaba ni preguntaba por él.

Un sentimiento de profundo cariño comenzó a nacer en ella, quizás le recordaba al abuelo que nunca conoció, por ello comenzó a leerle en voz baja y al terminar  le acariciaba el rostro como transmitiéndole calor y ternura. 

Se preguntaba si sentiría algo, o su cerebro vegetaba al igual que todo su cuerpo, todos sus sentidos estaban atrofiados o cansados de una vida llena de traumas que se negaban a seguir resistiendo más sufrimiento.

El amanecer de hoy era especial Adela cumplía veinticinco años, los regalos esperaban escondidos en el cuarto de sus padres, a la tarde seguro tendría su fiesta sorpresa como cada año desde que puede recordar.

Sentía no poder quedarse tanto tiempo con el anciano, en realidad no sabía su nombre solo su aspecto físico le daba la pista que era de otro país, con sus ojos rasgados a penas perceptibles por lo pequeñísimos que eran.

Él también tendría su cumpleaños. Entró en una juguetería y compró el peluche más tierno que pudo hallar.

Si no se daba prisa llegaría tarde a su fiesta. Entró como un torbellino en casa y fue directa a su habitación. Se arregló y respiró profundamente, había que hacerse la sorprendida al igual que todos los años, éste jueguecito comenzaba a hastiarle, se sentía demasiado mayor para seguir con ello.

Entre música, confetis y serpentinas ella era la niña de papá, cansada del bullicio y mientras los demás comían y bebían, sigilosamente cogió el muñeco musical y se marchó a toda velocidad a ver al anciano.

Le habló con su dulzura acostumbrada con el resultado de siempre, le dió al botón de la música  y ésta sonaba dulcemente, le acarició a la vez que levantaba la sábana y le colocaba entre sus manos el peluche, lo tapó con delicadeza y se fue.

Al día siguiente cuando entró en la habitación el anciano la recibió con una sonrisa en los ojos, por primera vez vio en ellos un brillo especial.

La música obró el milagro, pensó ella. El abuelo le indicaba que hiciera sonar al peluche y solícita lo puso en marcha, la música de Bach le había devuelto los sentidos perdidos.
                                           
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