La emperadora de Roma es una hija bizarra,
que la
quieren meter monja y ella quiere ser casada.
La
pretenden siete duques y a todos los despreciaba,
a unos
era por el oro, a otros era por la plata
y a
otros les falta valor para empuñar bien las armas.
Una
mañana de agosto, se ha asomado a la ventana
y ha
visto a tres segadores segando trigo y cebada.
La enamorado el del medio porque su arte
labraba,
segaba
con oz de oro, la empuñadura de plata.
Ya le ha mandado llamar con una de sus
criadas.
-Corra,
corra segador que le llama doña Juana.
-Buenas
tardes segador. -Buenas tardes sean dadas,
que se
le ofrece señora que tan deprisa me llama.
-Usted como segador, segador de honra y fama,
usted
como segador, quiere segar mi senara.
-Esa senara de usted no está para yo segarla,
es para
condes y reyes caballeros de gran fama.
-Mi
senara no está en valle, ni tampoco en tierra llana,
esta en
un vallico oscuro debajo de mis enaguas.
Mi
senara es para usted...
si usted se atreve a segarla;
ni tié cardos ni garduñas
ni cosa que daño le haga.
Ya le prepara la cena,
ya le prepara la cama,
y a eso de la media noche
le pregunta doña Juana:
-¿Qué tal vamos, segador,
que tal vamos de senara?
De senara vamos bien,
llevamos diez manos dadas.
Y doña Juana le dice:
-yo con veinte, no me bastan.
-Me voy que ya viene el día,
me voy que ya viene el alba,
y dirán mis compañeros:
¡aquel hombre cuanto tarda!
A eso de los nueve meses
la potrilla relinchaba.
Y aquí se acaba la historia
del segador y doña Juana.
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