lunes, 19 de octubre de 2020

CIPRESES Y ROSAS

El viento soplaba con una furia inusitada, las hojas  de los árboles caían una tras otra,  los paseos quedaban tapizados cual tejido mullido, unas flores todavía colgaban del arbusto en recuerdo de un tiempo mejor. Los pájaros con sus trinos se despedían de lo que hasta entonces fuese su cobijo en las  tardes de verano.

Una música suave y melancólica sonaba lejana, todos los indicadores de la llegada de un otoño frío y desangelado se mostraban al unísono.

Anochecía ese día el cementerio tenía una inquilina más, el aire susurraba y  el sonar unas notas lúgubres era la señal para comenzar la fiesta.

El cementerio estaba rodeado por los cipreses más altos que podía recordar, esos sí eran una escalera hacia el infinito, entre árbol y árbol se erguían orgullosas las rosas más variadas de color y forma, las lápidas marmóreas y los pocos mausoleos pero inmensamente bellos, transformaban el lugar en un santuario de paz.

La noche se cierne en el camposanto la luz de la luna se refleja en el mármol blanco, de un blanco inmaculado, el murmullo de los pájaros se adormece y la media noche se abre a un nuevo espectáculo.

El viento eleva las hojas en forma de remolinos, sombras y nieblas se entremezclan, una danza de espíritus comienza,  la fiesta a la recién llegada ha empezado, está desorientada en la nueva dimensión que la traído el viaje.

Todos tiran de sus brazos, se deja arrastrar, siente miedo o más bien terror ante semejante despliegue de cuerpos traslúcidos. Bailan, saltan, corren por el recinto, los rosales se desprenden de su perfumada vestimenta, los cipreses se balancean a un ritmo frenético, como si alguien trepara hasta la copa para ascender al firmamento.

Los habitantes de la pequeña ciudad saben desde antiguo,  que cuando una persona expira para emprender el largo viaje hacia el más allá, no deben  acercarse por allí a partir de las doce de la noche, ni siquiera en las proximidades, pues el encuentro con la niebla desemboca en un fatal desenlace.

Sin embargo en primavera y verano acudían a visitarlo con frecuencia para mantener su hermosura y hablar con sus difuntos. Costumbre ancestral que estaba tan arraigada en su interior que olvidarla resultaría harto improbable.

La noche avanza y los espíritus siguen su danza macabra, la nueva inquilina sigue completamente aturdida y desorientada, continúan corriendo y saltando entre las tumbas, la llevan de un lado a otro, la arrastran por el suelo, solo se oye el roce de las hojas mecidas por el viento, la neblina se debilita hasta  disiparse por completo, y antes que el primer rayo de la aurora se refleje en las lápidas todo vuelve a la normalidad.

Ellos descansan tranquilos hasta la llegada de un nuevo inquilino que les despierte para iniciar su fiesta de bienvenida, o la lucha entre ángeles y demonios por cobrar una pieza más.

 

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